lunes, 12 de octubre de 2020

El anillo de Giges y la Política

 

Algunas consideraciones 

Como responsable de la escuela de filosofía El Liceo, me gustaría compartir una breve reflexión sobre la filosofía y la política en relación a las diversas posiciones de grandes pensadores y, al mismo tiempo, sobre por qué no podemos mantenernos ajenos a ella. Vemos que Nietzsche, inspirado quizás en el desprecio de Heráclito por la política, consideró a la autarquía como una de las características esenciales de la filosofía, la cual ubica la mirada del filósofo por encima de todas las cosas mundanas.   

Lo cierto es que el término "política" designa el aspecto de la existencia humana que la hace parte de una Polis y, en consecuencia, por acción u omisión, el hombre es -o se convierte, cultura mediante, en- un "animal político”, como lo definió Aristóteles. Este pensador también forjó la idea de que la política no es otra cosa que la aplicación del pensamiento a los problemas de la organización y del funcionamiento de la Polis. Ese pensamiento se ha denominado “filosofía política" y no implica la filosofía al servicio de una ideología, cualquiera fuera, sino un pensamiento vuelto a lo político, en consonancia con aquellos valores considerados esenciales a la salud social, como la ética, la moral y la libertad, mediados en su realización, por la institución gubernamental. La filosofía política guarda distancia con perjuicios o distorsiones que opaquen su mirada; lo propio de la filosofía, como afirma Nietzsche, no es otra cosa que un intento de lograr la libertad de pensar sin trabas. Pero, objetividad mediante, considero que tampoco es propio del pensador mantenerse al margen del pensamiento crítico, de la opinión política. Vale recordar que la obra más conocida de Platón, “La República” presenta al pensamiento político como la “filosofía de las cosas humanas”.


El anillo de Giges y la Política

 En los últimos meses hemos sido sacudidos por la pandemia, tanto por su morbilidad y mortalidad, como por sus derivaciones emocionales, políticas y económicas. Las inéditas vivencias de un confinamiento social y personal sin precedentes habrán abierto interrogantes y replanteos en la medida de cómo las circunstancias, en mayor o menor medida, nos han afectado. Tanto las de índole personal, como las del ámbito público, invitan a un análisis reflexivo y a sus conclusiones. 

Considero útil recordar que, en nuestra larga historia como especie humana, hemos llegado hasta nuestros días padeciendo y reponiéndonos de calamidades de diversa naturaleza y que, en ese devenir, siempre estuvo presente un factor determinante: me refiero a nuestra gran capacidad de adaptación. Sin embargo, como nada es perfecto y todo tiene su costo, esa ductilidad salvadora tiene la contracara de la “naturalización”, es decir, la tendencia de aceptar como natural diversos grados o escalas de distorsión de lo convalidado como correcto, adecuado o normal. 

Pero hay vendavales, como el que estamos viviendo, que logran descorrer el velo “naturalizador” dejando la realidad al desnudo, el real escenario al descubierto y a los actores sin maquillaje, casi en espíritu. 

Saltan entonces a la vista escenas que se superponen, actos heroicos en las trincheras contra el Covid por un lado y, por el otro, controversias parlamentarias que ponen en evidencia la grave fragilidad republicana. El propósito de amoldar la ley a la conveniencia recuerda al mito de Giges, evocado por Platón en su libro II de La República. La fábula narra la manera en que Giges, haciéndose invisible gracias a su anillo mágico, burla los procederes morales y legales de rigor y logra, así, arrebatar el poder al rey de Lidia.    

Mientras Glaucón afirma que todo aquel que pudiera pasar inadvertido burlaría la ley, su hermano Platón reflexiona al respecto y sostiene: “es peor cometer una injusticia que padecerla, pues la injusticia destruye el alma. La práctica de la justicia es, en sí misma, lo mejor para el alma en su esencia, y ésta, debe obrar con justicia tenga o no tenga el anillo de Giges…”. 

Ya Aristóteles consideraba sabia y sana la división de los poderes en la institución gubernamental. Mucho tiempo después, fueron Locke y Montesquieu quienes enfatizaron la vital necesidad, para alcanzar un acuerdo social de gobierno legítimo, de la división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) a fin de evitar las tiranías. Aun así, el monopolio del poder sigue siendo muy atractivo a los apetitos monárquicos.  

Winston Churchill señaló alguna vez que la democracia era el menos malo de los sistemas de gobierno; puede que así sea, sin embargo, en la mala praxis, puede convertirse en la piel de oveja que oculta al lobo feudal, al autócrata. Los sueños tiránicos no prescriben y son ambidiestros, como lo prueba la historia. 

La democracia es magnánima en sus propósitos, pero no está libre de la estafa. Cada pueblo que la adopta le plasma su impronta y la mimetiza con su idiosincrasia; le es fiel en sus mandatos, o los transgrede…  

El éxito del sistema democrático depende de la prevalencia del voto orientado a la calidad institucional, el inteligente; o del voto emocional y su complicidad en el fracaso. 

Ha pasado mucho tiempo desde aquella advertencia atribuida a Platón: Uno de los castigos de rehusarte a participar en política es que terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti”. Los actuales aconteceres invitan a meditar al respecto.  

 Jorge O. Veliz

Director

Escuela de Filosofía El Liceo