Desde sus albores históricos, la filosofía aspiró a que la racionalidad con
la que había intentado conocer el Cosmos se aplicara, también, a justificar la
acción humana. Desde ese momento, la polémica se volvió uno de sus
pilares discursivos fundamentales: ni los dogmas religiosos ni los mitos
resistían el examen de la razón, como inobjetable fuente de inspiración para
aleccionar al ser humano. El pensar teórico se expandía, incondicionado e
incondicional, y las elecciones morales correctas comenzaban a ser puestas en
duda. El alma racional se ganaba, así, la apertura a una dimensión de libertad
personal donde la fatalista certeza de un plan cósmico (destino: el ser humano como juguete de los dioses o
efecto de las inexorables leyes cósmicas) cedía ante la nueva
incertidumbre del proyecto personal (decisión: el ser humano como resultado del ejercicio de su racionalidad).
Justamente, en el legado poético de Homero ya podemos captar el paso de una
época a otra, de un paradigma ético a otro.
De este horizonte de mutación intelectual la filosofía va a recoger sus
contenidos preponderantes hacia el siglo V a. C.: Atenas se agitaba en los
efectos de las Guerras Persas y la identidad democrática de su organización
política confería creciente vigor a los problemas prácticos de la convivencia
social, soslayando las preocupaciones metafísicas. Así, la discusión moral (y
sus derivas jurídicas) se volvía tan relevante que reclamaba, como sector prioritario de la escena pública, habilidad e idoneidad para ingresar en ella. Por entonces cobraba importancia el arte de la retórica, la fuerza de la palabra y, sin
duda, el histrionismo, como un todo echado a rodar para convencer. Sobre ese
escenario aparecieron, oportunos -y oportunistas-, los sofistas. Eran vagabundos
que se desempeñaban como maestros de los jóvenes de clase alta, quienes pagaban
por sus enseñanzas con la finalidad de entrar al aristocrático combate
discursivo de la arena política, provistos con la técnica de
la astucia argumentativa empleada hábilmente en la elocuencia oratoria.
A diferencia del diálogo socrático, que desembocaba por fuerza persuasiva
en el acuerdo, la prioridad sofística del intercambio de argumentos no radicaba en hallar colectivamente la racionalidad de una situación sino en monopolizar
la razón, desproveyendo a los prójimos de ella y concluyendo, invariablemente,
en el desacuerdo.
El sofismo contaba con el
escepticismo (“ni tú ni yo podemos, en a fin de cuentas, alcanzar certezas”) y el relativismo (“tu punto de vista y el mío son, en última instancia,
incompatibles”) como sus más eficaces armas. Así, mientras los filósofos “aman la sabiduría inalcanzable”,
los sofistas “proclaman la sabiduría alcanzada”: los primeros aspiran a la
plenitud del ideal, los últimos asumen su parcial realización.
En Protágoras (480-410) se plasma la actitud sofística práctica: cada
hombre es “medida de todas las cosas”, es decir, la verdad es el
resultado de un juicio variable en cada persona. Habiendo tantas opiniones como
personas haya y, a su vez, no habiendo un criterio objetivo de verdad, la
opinión que prevalezca en la mayoría, fijará la convención moral que una
sociedad acatará como propia, asumiéndola como verdad. Gorgias (484-375 aprox.), más extremo -y, quizás,
precursor del nihilismo-, lleva la sofística al nivel de especulación teórica:
nada existe objetivamente e, incluso, si algo existiese, sería incognoscible;
más aun, si fuera cognoscible, ese conocimiento, dado que es resultado de una
experiencia subjetiva, sería incomunicable.
Sócrates desesperará por superar, con su propuesta Mayéutica y Dialéctica,
el perenne estancamiento en la polémica que la sofística acarrea con la potencia de su Retórica… ¿Habrá conseguido su objetivo el maestro de Platón? ¿O los
sofistas habrán acotado las pretensiones de su vuelo teórico a los concretos
límites de la práctica?
El interrogante permanece abierto en nuestros días: ¿Es la sofística una
degradada y decadente reducción de la filosofía o es, por el contrario, una
rama más del frondoso árbol del filosofar?