domingo, 29 de noviembre de 2020

Filosofía o sofística

 

Desde sus albores históricos, la filosofía aspiró a que la racionalidad con la que había intentado conocer el Cosmos se aplicara, también, a justificar la acción humana.  Desde ese momento, la polémica se volvió uno de sus pilares discursivos fundamentales: ni los dogmas religiosos ni los mitos resistían el examen de la razón, como inobjetable fuente de inspiración para aleccionar al ser humano. El pensar teórico se expandía, incondicionado e incondicional, y las elecciones morales correctas comenzaban a ser puestas en duda. El alma racional se ganaba, así, la apertura a una dimensión de libertad personal donde la fatalista certeza de un plan cósmico (destino: el ser humano como juguete de los dioses o efecto de las inexorables leyes cósmicas) cedía ante la nueva incertidumbre del proyecto personal (decisión: el ser humano como resultado del ejercicio de su racionalidad). Justamente, en el legado poético de Homero ya podemos captar el paso de una época a otra, de un paradigma ético a otro.

De este horizonte de mutación intelectual la filosofía va a recoger sus contenidos preponderantes hacia el siglo V a. C.: Atenas se agitaba en los efectos de las Guerras Persas y la identidad democrática de su organización política confería creciente vigor a los problemas prácticos de la convivencia social, soslayando las preocupaciones metafísicas. Así, la discusión moral (y sus derivas jurídicas) se volvía tan relevante que reclamaba, como sector prioritario de la escena pública, habilidad e idoneidad para ingresar en ella. Por entonces cobraba importancia el arte de la retórica, la fuerza de la palabra y, sin duda, el histrionismo, como un todo echado a rodar para convencer. Sobre ese escenario aparecieron, oportunos -y oportunistas-, los sofistas. Eran vagabundos que se desempeñaban como maestros de los jóvenes de clase alta, quienes pagaban por sus enseñanzas con la finalidad de entrar al aristocrático combate discursivo de la arena política, provistos con la técnica de la astucia argumentativa empleada hábilmente en la elocuencia oratoria. 

A diferencia del diálogo socrático, que desembocaba por fuerza persuasiva en el acuerdo, la prioridad sofística del intercambio de argumentos no radicaba en hallar colectivamente la racionalidad de una situación sino en monopolizar la razón, desproveyendo a los prójimos de ella y concluyendo, invariablemente, en el desacuerdo. 

El sofismo contaba con el escepticismo (“ni tú ni yo podemos, en a fin de cuentas, alcanzar certezas”) y el relativismo (“tu punto de vista y el mío son, en última instancia, incompatibles”) como sus más eficaces armas. Así, mientras los filósofos “aman la sabiduría inalcanzable”, los sofistas “proclaman la sabiduría alcanzada”: los primeros aspiran a la plenitud del ideal, los últimos asumen su parcial realización.

En Protágoras (480-410) se plasma la actitud sofística práctica: cada hombre es “medida de todas las cosas”, es decir, la verdad es el resultado de un juicio variable en cada persona. Habiendo tantas opiniones como personas haya y, a su vez, no habiendo un criterio objetivo de verdad, la opinión que prevalezca en la mayoría, fijará la convención moral que una sociedad acatará como propia, asumiéndola como verdad. Gorgias (484-375 aprox.), más extremo -y, quizás, precursor del nihilismo-, lleva la sofística al nivel de especulación teórica: nada existe objetivamente e, incluso, si algo existiese, sería incognoscible; más aun, si fuera cognoscible, ese conocimiento, dado que es resultado de una experiencia subjetiva, sería incomunicable. 

Sócrates desesperará por superar, con su propuesta Mayéutica y Dialéctica, el perenne estancamiento en la polémica que la sofística acarrea con la potencia de su Retórica… ¿Habrá conseguido su objetivo el maestro de Platón? ¿O los sofistas habrán acotado las pretensiones de su vuelo teórico a los concretos límites de la práctica? 

El interrogante permanece abierto en nuestros días: ¿Es la sofística una degradada y decadente reducción de la filosofía o es, por el contrario, una rama más del frondoso árbol del filosofar?




jueves, 19 de noviembre de 2020

¡Filosofía, feliz día!

 

En el año 2005 la UNESCO decidió honrar al tercer jueves de cada Noviembre como Día Mundial de la Filosofía. Semejante reconocimiento nos invita a poner la atención sobre esta particular producción discursiva, haciéndolo en la forma en que a ella le resulta inherente, es decir, preguntándonos: ¿en qué radica la importancia de la filosofía? 

Observando históricamente el devenir de lo humano, apreciaremos que la filosofía se empareja ante las demás dimensiones del hábitat cultural sin, empero, igualarse a ninguna de ellas. La ciencia cesa cuando la necesidad es satisfecha o el problema fáctico es resuelto, el arte cesa cuando el consuelo estético (gozo o desahogo) es alcanzado, la religión cesa cuando la certidumbre del dogma acompaña o silencia las expectativas de la fe, la psicología cesa cuando los límites de la subjetividad son vislumbrados… Sin embargo, la búsqueda de sentido para ese vivir, al que todas estas actividades proveen su carácter de humano, no cesa nunca. En ella se ocupa, esperanzada y prudente al mismo tiempo, la filosofía. Diciéndolo en palabras de José Ortega y Gasset: “la filosofía es algo… inevitable”, pues ella plantea el desafío definitorio de la condición humana: la indagación por la racionalidad de nuestros actos. Saber por qué hay que hacer lo que se hace; comprender por qué lo que hay que hacer podría ser la mejor de las acciones posibles: ¿qué ser humano no se topa con estos deseos en algún momento de su tránsito por el mundo?    

Filosofar es querer trazar flechas de sentido racional sobre el plano infinito de los hechos y sus interpretaciones, encarando la desmesurada y maravillosa aventura de justificar con una causa (por qué) y un efecto (para qué) el hilado consciente de la trama de nuestra biografía, y el de ella con las otras personas, con las cosas y con los misterios de nuestra existencia marcada por la finitud. 

Más aún: buscar dicho sentido existencial filosóficamente no es tarea realizada si no se complementa con la de evidenciar los resultados -por nimios que  fueren- de tal búsqueda. Recordemos que la etimología de teoría nos remite a desfile o procesión, esto es, a poner ante la vista de todos cuanto hay disponible. Teorizar consiste en desarrollar una peculiar especulación conceptual para, luego, plasmarla en un discurso explicativo y argumental. En el silencio la sabiduría no vive, en el misterio extático la filosofía no crece: este es el legado civilizatorio perenne que nos hizo la antigüedad griega. El pensamiento lógico cobra humana dimensión al discurrir en palabras, poniendo en comunidad -¡inaugurando la condición de prójimos!-, a través de la práctica dialógica, las divergentes u opuestas opiniones. Filosofar es amar el saber pero en compañía, esto es, asumiendo las contramarchas y críticas del conocimiento revisado en lugar de acallarlas misteriosamente en el concluyente trance indecible.

Ideal proclamado incluso si no aprehendido, horizonte perseguido aun si nunca alcanzado: la sabiduría es aquello que ama, aquello a lo que tiende con todo su ser la persona que abraza vivencialmente, por sí y para sí, la interrogación filosófica. ¿Qué recibe quien se aventura a esta búsqueda, a cambio de asumir, a cada paso, la inquietud de nunca contar con la certeza de consumación de este amor? Ni más ni menos que el crecimiento de su condición humana. 

Filosofar es confrontarnos con nuestra propia ignorancia y volvernos más libres,  ganándonos nuestra autonomía en el descubrimiento permanente de nuestra falencia, abriéndonos a nuestra plenitud en el replanteo incesante de nuestra carencia. Al pensar sin condiciones, al pensar más allá de lo naturalizado y al pensar en la razón concebible de la experiencia obvia nos elevamos intelectualmente. En virtud de tal elevación, nos dignificamos como humanos, más allá de los resultados de nuestra pesquisa, pues, como decía Karl Jaspers, en ese proceso “no es sólo mi saber, sino la conciencia de mí mismo lo que cambia”.

En la perenne aspiración a dotar a nuestras vidas del valor de la razonabilidad, confluyen el crecimiento de la consciencia personal y el de los lazos de humana comunidad. Pareciera que hemos encontrado una valiosa respuesta a la pregunta que iniciaba estas líneas: ¡Bien merecido feliz día, Filosofía!


                      Jorge Oscar Veliz - Director                                 Alejo Iglesias - Profesor