martes, 22 de diciembre de 2020

La vigencia de los Sofistas

 

En nuestra época, signada por el debate y las confrontaciones, la distinción entre la filosofía y la sofística sigue tan vigente en sus postulados como en sus fines, aunque éstos se presenten en un escenario moderno, definidos y enmarcados por una actualidad que, por supuesto, mucho difiere de aquella que daba vida al ágora ateniense.

El sofismo actual carece de legendarios maestros como los de aquel tiempo -Protágoras o Gorgias, entre ellos- y, desde tal orfandad intelectual, sólo resulta visible la figura del político como actor de un ejercicio sofístico matizado por los intereses facciosos que su filiación partidaria le impone.

Tal como ocurre en la actualidad, desde sus remotos orígenes, el sofismo no hubiese prosperado sin una audiencia adecuada, sin mentes permeables a los encantamientos de la elocuencia oratoria. A diario advertimos que esta correspondencia entre emisores y receptores del discurso sofista sigue vigente: somos tan espectadores como partícipes del agotamiento de la figura del gobernante en la del ideólogo, es decir, somos testigos de cómo aquellas personas que deberían aportar ideas para el progreso de toda la sociedad, en lugar de ello se desempeñan como gestores profesionales de estrategias marcadas por las conveniencias sectoriales.

Cuando nos atrevemos a pensar filosóficamente sobre nuestra situación como miembros de la dimensión democrática, espoleados por el desencanto con quienes hemos autorizado a legislar, ejecutar y juzgar las normas que definen la civilidad de nuestras acciones, la reflexión nos ayuda a des-cubrir los velos tendenciosos y engañosos que el sofismo cuelga ante el escenario de la vida pública. Así, la manipulación de la información, las astutas tretas de la argumentación partidista y, sobre todo, la ideologización del debate moral se hacen translucidas, dejando en evidencia, ante la mirada crítica, la impactante distorsión argumental propia del sofismo el cual, ajeno al interés común, acapara compromisos, capacidades y recursos para alcanzar su mezquino propósito.  

Los griegos exigían, como condición previa al debate filosófico, que los participantes adoptasen la actitud de Eunoia: una disposición de apertura y empatía hacia el prójimo, una ubicación personal ante el Otro establecida desde la conciencia de dignidad compartida entre todos los dialogantes: para que el debate no se reduzca al antagonismo, quienes participamos de éste debemos reconocernos pares en nuestra condición de participantes, incluso si dispares en nuestras metas y capacidades. ¡Cuánto de esta predisposición podríamos recuperar para nuestra época! Asumir que estamos juntos como sujetos históricos, construyendo con cada acción la historia de un país, nos permitiría abordar, desde los más diversos enfoques, un discurso que resultara genuino diálogo, es decir, avance racional sobre el territorio compartido de la tolerancia y no griterío estancado en los distantes extremos de una grieta de incomprensión. 

Únicamente si la premisa de conservar y respetar ciertos valores enmarca la semántica de los acuerdos y desacuerdos políticos, es decir, si en la polémica prevalece un intercambio de significados compartidos anclado en un sentido ético común, la dialéctica de “disenso – consenso” sustituirá a la de “triunfo – derrota” como motor del dinamismo social e institucional de nuestro país.  

¿Pensar argumentalmente se agota en la confrontación entre discrepancias, como pretenden los sofistas, o incluye, como anhela la filosofía, la confluencia en la tolerancia? En las respuestas que construyamos estaremos plasmando nuestra expectativa sobre una convivencia social basada en el acuerdo -su riesgo, el dogmatismo- o en el desacuerdo -su riesgo: el conflicto, con sus grados variables de agresión y aun de violencia-… 

Desde nuestra dimensión finita pero potencialmente trascendente, convoquemos, pues, a nuestro intelecto creativo y tamicemos sus ofertas con nuestra racionalidad para buscar, una vez más, como recomienda Aristóteles, el justo medio.





miércoles, 2 de diciembre de 2020

El Médico y su Día

 

FUNDEPP  

Escuela de Filosofía El Liceo - Instituto Dr. René Favaloro

 

Camagüey es una antigua ciudad situada en una pintoresca comarca de la isla de Cuba, cuna de notables, entre ellos la del ilustre Carlos Finlay (1833-1915), médico que descubrió la causa de la fiebre amarilla. Fue en homenaje a su natalicio que la Organización Panamericana de la Salud, en 1953 proclamara al 3 de diciembre como el Día del Médico. 

Seguramente, si no estuviéramos en pandemia y los médicos no estuviesen aún librando quizá la batalla más dura a nivel sanitario de la última centuria, es decir, si las circunstancias no pusieran en evidencia el heroísmo médico, hubiese sido una efeméride más y el simple saludo resultaría suficiente tributo en este día.  Pero creo que, en esta ocasión, ni para el más indolente, ni para el más distraído, lo manifiesten o no, pasará inadvertida esta Odisea sanitaria librada por nuestros Ulises de guardapolvo blanco.  

Honramos con gratitud la entrega heroica de la gran familia médica y sus auxiliares, que cuenta angustiada sus muertos sin duelo nacional alguno. 

Sin dejar de considerar contextos ni méritos bien ganados, siempre el fervor popular acompañó más a sus ídolos que a sus médicos, en otras palabras, los intelectuales nunca fueron ídolos. Y esto no es nuevo, forma parte de la idiosincrasia humana, veta que llama a reflexión y a una hipótesis sobre el por qué cautiva más lo que brilla que lo que alumbra.  

A propósito de ello, vemos que Ulises contó con la genialidad de Homero para inmortalizar su gesta, pero en el campo de la ciencia, ni Asclepio, el dios de la medicina que resucitaba a los muertos, ni Hipócrates, padre de la medicina, contaron con un Homero que los encumbrara en la conciencia popular.   

Cómo en estas circunstancias no recordar al célebre Dr. René Favaloro, quien con su genialidad logró que se salvaran miles de vidas, quien por su amor a la Patria optó por el reto de ser el impulsor de una ciencia de vanguardia en sus pagos en lugar de los honores y beneficios asegurados en otras latitudes. Fue un libre pensador, un demócrata a quien la política tempranamente le mostró sus dientes al confrontarlo con doctrinas ajenas a su pensar y sentir. No importó lo suficiente su trayectoria profesional, aquella que marcó un hito médico mundial en el tratamiento quirúrgico de la patología coronaria, ni tampoco su visión sobre la excelencia que proponía y por la cual luchaba. Cuando el arte de la política no tiene nada que ver con el bien común, el arte de curar se queda sin un aliado trascendente en su humana labor. La enorme pesadumbre ocasionada por los desencuentros, el desencanto político y las dificultades financieras, minaron sus energías, sus ilusiones y hasta su deseo de vivir. 

El 29 de julio de 2000, “cansado de ser un mendigo en su propio país” el Dr. Favaloro toma la drástica decisión de poner su corazón al alcance de un disparo. ¡Qué paradoja! 

En una de sus notas dirigida a las “autoridades competentes”, entre los por qué de su decisión manifestaba que “la sociedad argentina necesitaba de su muerte para tomar conciencia de los problemas en los que estaba envuelta...”. 

¡Qué tremendo! ¡Qué conmoción! ¡Qué pérdida! ¡Qué enorme pena! 

¿Pero, tomamos conciencia de cuáles son los problemas a los que aludía aquel hombre probo?  ¿Qué es lo que nos impide erguirnos como una nación próspera? ¿Valió de algo semejante sacrificio? 

Cada cual tendrá su respuesta. Pero me pregunto si realmente fue este ilustre médico quien apretó el gatillo o fue como en el caso de la muerte de Asclepio(*), obra de un poder superior no conforme con su accionar y su prédica. 

Para concluir, la memoria de la medicina y de los médicos merece un mensaje a la altura de las bondades de esta sacrificada profesión y éste dice que, a pesar de lo mal paga que resulta, la medicina se eleva como la flor de loto desde las turbias aguas como “la más bella de las artes y la más noble de las profesiones”.  

 

(*) Zeus, temeroso de que el inframundo se quedara sin los muertos que resucitaba Asclepio y esto alterara el orden y le ocasionara un conflicto con su hermano Hades, mató con uno de sus rayos al notable Asclepio. 

 

Dr. Jorge Oscar Veliz






domingo, 29 de noviembre de 2020

Filosofía o sofística

 

Desde sus albores históricos, la filosofía aspiró a que la racionalidad con la que había intentado conocer el Cosmos se aplicara, también, a justificar la acción humana.  Desde ese momento, la polémica se volvió uno de sus pilares discursivos fundamentales: ni los dogmas religiosos ni los mitos resistían el examen de la razón, como inobjetable fuente de inspiración para aleccionar al ser humano. El pensar teórico se expandía, incondicionado e incondicional, y las elecciones morales correctas comenzaban a ser puestas en duda. El alma racional se ganaba, así, la apertura a una dimensión de libertad personal donde la fatalista certeza de un plan cósmico (destino: el ser humano como juguete de los dioses o efecto de las inexorables leyes cósmicas) cedía ante la nueva incertidumbre del proyecto personal (decisión: el ser humano como resultado del ejercicio de su racionalidad). Justamente, en el legado poético de Homero ya podemos captar el paso de una época a otra, de un paradigma ético a otro.

De este horizonte de mutación intelectual la filosofía va a recoger sus contenidos preponderantes hacia el siglo V a. C.: Atenas se agitaba en los efectos de las Guerras Persas y la identidad democrática de su organización política confería creciente vigor a los problemas prácticos de la convivencia social, soslayando las preocupaciones metafísicas. Así, la discusión moral (y sus derivas jurídicas) se volvía tan relevante que reclamaba, como sector prioritario de la escena pública, habilidad e idoneidad para ingresar en ella. Por entonces cobraba importancia el arte de la retórica, la fuerza de la palabra y, sin duda, el histrionismo, como un todo echado a rodar para convencer. Sobre ese escenario aparecieron, oportunos -y oportunistas-, los sofistas. Eran vagabundos que se desempeñaban como maestros de los jóvenes de clase alta, quienes pagaban por sus enseñanzas con la finalidad de entrar al aristocrático combate discursivo de la arena política, provistos con la técnica de la astucia argumentativa empleada hábilmente en la elocuencia oratoria. 

A diferencia del diálogo socrático, que desembocaba por fuerza persuasiva en el acuerdo, la prioridad sofística del intercambio de argumentos no radicaba en hallar colectivamente la racionalidad de una situación sino en monopolizar la razón, desproveyendo a los prójimos de ella y concluyendo, invariablemente, en el desacuerdo. 

El sofismo contaba con el escepticismo (“ni tú ni yo podemos, en a fin de cuentas, alcanzar certezas”) y el relativismo (“tu punto de vista y el mío son, en última instancia, incompatibles”) como sus más eficaces armas. Así, mientras los filósofos “aman la sabiduría inalcanzable”, los sofistas “proclaman la sabiduría alcanzada”: los primeros aspiran a la plenitud del ideal, los últimos asumen su parcial realización.

En Protágoras (480-410) se plasma la actitud sofística práctica: cada hombre es “medida de todas las cosas”, es decir, la verdad es el resultado de un juicio variable en cada persona. Habiendo tantas opiniones como personas haya y, a su vez, no habiendo un criterio objetivo de verdad, la opinión que prevalezca en la mayoría, fijará la convención moral que una sociedad acatará como propia, asumiéndola como verdad. Gorgias (484-375 aprox.), más extremo -y, quizás, precursor del nihilismo-, lleva la sofística al nivel de especulación teórica: nada existe objetivamente e, incluso, si algo existiese, sería incognoscible; más aun, si fuera cognoscible, ese conocimiento, dado que es resultado de una experiencia subjetiva, sería incomunicable. 

Sócrates desesperará por superar, con su propuesta Mayéutica y Dialéctica, el perenne estancamiento en la polémica que la sofística acarrea con la potencia de su Retórica… ¿Habrá conseguido su objetivo el maestro de Platón? ¿O los sofistas habrán acotado las pretensiones de su vuelo teórico a los concretos límites de la práctica? 

El interrogante permanece abierto en nuestros días: ¿Es la sofística una degradada y decadente reducción de la filosofía o es, por el contrario, una rama más del frondoso árbol del filosofar?




jueves, 19 de noviembre de 2020

¡Filosofía, feliz día!

 

En el año 2005 la UNESCO decidió honrar al tercer jueves de cada Noviembre como Día Mundial de la Filosofía. Semejante reconocimiento nos invita a poner la atención sobre esta particular producción discursiva, haciéndolo en la forma en que a ella le resulta inherente, es decir, preguntándonos: ¿en qué radica la importancia de la filosofía? 

Observando históricamente el devenir de lo humano, apreciaremos que la filosofía se empareja ante las demás dimensiones del hábitat cultural sin, empero, igualarse a ninguna de ellas. La ciencia cesa cuando la necesidad es satisfecha o el problema fáctico es resuelto, el arte cesa cuando el consuelo estético (gozo o desahogo) es alcanzado, la religión cesa cuando la certidumbre del dogma acompaña o silencia las expectativas de la fe, la psicología cesa cuando los límites de la subjetividad son vislumbrados… Sin embargo, la búsqueda de sentido para ese vivir, al que todas estas actividades proveen su carácter de humano, no cesa nunca. En ella se ocupa, esperanzada y prudente al mismo tiempo, la filosofía. Diciéndolo en palabras de José Ortega y Gasset: “la filosofía es algo… inevitable”, pues ella plantea el desafío definitorio de la condición humana: la indagación por la racionalidad de nuestros actos. Saber por qué hay que hacer lo que se hace; comprender por qué lo que hay que hacer podría ser la mejor de las acciones posibles: ¿qué ser humano no se topa con estos deseos en algún momento de su tránsito por el mundo?    

Filosofar es querer trazar flechas de sentido racional sobre el plano infinito de los hechos y sus interpretaciones, encarando la desmesurada y maravillosa aventura de justificar con una causa (por qué) y un efecto (para qué) el hilado consciente de la trama de nuestra biografía, y el de ella con las otras personas, con las cosas y con los misterios de nuestra existencia marcada por la finitud. 

Más aún: buscar dicho sentido existencial filosóficamente no es tarea realizada si no se complementa con la de evidenciar los resultados -por nimios que  fueren- de tal búsqueda. Recordemos que la etimología de teoría nos remite a desfile o procesión, esto es, a poner ante la vista de todos cuanto hay disponible. Teorizar consiste en desarrollar una peculiar especulación conceptual para, luego, plasmarla en un discurso explicativo y argumental. En el silencio la sabiduría no vive, en el misterio extático la filosofía no crece: este es el legado civilizatorio perenne que nos hizo la antigüedad griega. El pensamiento lógico cobra humana dimensión al discurrir en palabras, poniendo en comunidad -¡inaugurando la condición de prójimos!-, a través de la práctica dialógica, las divergentes u opuestas opiniones. Filosofar es amar el saber pero en compañía, esto es, asumiendo las contramarchas y críticas del conocimiento revisado en lugar de acallarlas misteriosamente en el concluyente trance indecible.

Ideal proclamado incluso si no aprehendido, horizonte perseguido aun si nunca alcanzado: la sabiduría es aquello que ama, aquello a lo que tiende con todo su ser la persona que abraza vivencialmente, por sí y para sí, la interrogación filosófica. ¿Qué recibe quien se aventura a esta búsqueda, a cambio de asumir, a cada paso, la inquietud de nunca contar con la certeza de consumación de este amor? Ni más ni menos que el crecimiento de su condición humana. 

Filosofar es confrontarnos con nuestra propia ignorancia y volvernos más libres,  ganándonos nuestra autonomía en el descubrimiento permanente de nuestra falencia, abriéndonos a nuestra plenitud en el replanteo incesante de nuestra carencia. Al pensar sin condiciones, al pensar más allá de lo naturalizado y al pensar en la razón concebible de la experiencia obvia nos elevamos intelectualmente. En virtud de tal elevación, nos dignificamos como humanos, más allá de los resultados de nuestra pesquisa, pues, como decía Karl Jaspers, en ese proceso “no es sólo mi saber, sino la conciencia de mí mismo lo que cambia”.

En la perenne aspiración a dotar a nuestras vidas del valor de la razonabilidad, confluyen el crecimiento de la consciencia personal y el de los lazos de humana comunidad. Pareciera que hemos encontrado una valiosa respuesta a la pregunta que iniciaba estas líneas: ¡Bien merecido feliz día, Filosofía!


                      Jorge Oscar Veliz - Director                                 Alejo Iglesias - Profesor










lunes, 12 de octubre de 2020

El anillo de Giges y la Política

 

Algunas consideraciones 

Como responsable de la escuela de filosofía El Liceo, me gustaría compartir una breve reflexión sobre la filosofía y la política en relación a las diversas posiciones de grandes pensadores y, al mismo tiempo, sobre por qué no podemos mantenernos ajenos a ella. Vemos que Nietzsche, inspirado quizás en el desprecio de Heráclito por la política, consideró a la autarquía como una de las características esenciales de la filosofía, la cual ubica la mirada del filósofo por encima de todas las cosas mundanas.   

Lo cierto es que el término "política" designa el aspecto de la existencia humana que la hace parte de una Polis y, en consecuencia, por acción u omisión, el hombre es -o se convierte, cultura mediante, en- un "animal político”, como lo definió Aristóteles. Este pensador también forjó la idea de que la política no es otra cosa que la aplicación del pensamiento a los problemas de la organización y del funcionamiento de la Polis. Ese pensamiento se ha denominado “filosofía política" y no implica la filosofía al servicio de una ideología, cualquiera fuera, sino un pensamiento vuelto a lo político, en consonancia con aquellos valores considerados esenciales a la salud social, como la ética, la moral y la libertad, mediados en su realización, por la institución gubernamental. La filosofía política guarda distancia con perjuicios o distorsiones que opaquen su mirada; lo propio de la filosofía, como afirma Nietzsche, no es otra cosa que un intento de lograr la libertad de pensar sin trabas. Pero, objetividad mediante, considero que tampoco es propio del pensador mantenerse al margen del pensamiento crítico, de la opinión política. Vale recordar que la obra más conocida de Platón, “La República” presenta al pensamiento político como la “filosofía de las cosas humanas”.


El anillo de Giges y la Política

 En los últimos meses hemos sido sacudidos por la pandemia, tanto por su morbilidad y mortalidad, como por sus derivaciones emocionales, políticas y económicas. Las inéditas vivencias de un confinamiento social y personal sin precedentes habrán abierto interrogantes y replanteos en la medida de cómo las circunstancias, en mayor o menor medida, nos han afectado. Tanto las de índole personal, como las del ámbito público, invitan a un análisis reflexivo y a sus conclusiones. 

Considero útil recordar que, en nuestra larga historia como especie humana, hemos llegado hasta nuestros días padeciendo y reponiéndonos de calamidades de diversa naturaleza y que, en ese devenir, siempre estuvo presente un factor determinante: me refiero a nuestra gran capacidad de adaptación. Sin embargo, como nada es perfecto y todo tiene su costo, esa ductilidad salvadora tiene la contracara de la “naturalización”, es decir, la tendencia de aceptar como natural diversos grados o escalas de distorsión de lo convalidado como correcto, adecuado o normal. 

Pero hay vendavales, como el que estamos viviendo, que logran descorrer el velo “naturalizador” dejando la realidad al desnudo, el real escenario al descubierto y a los actores sin maquillaje, casi en espíritu. 

Saltan entonces a la vista escenas que se superponen, actos heroicos en las trincheras contra el Covid por un lado y, por el otro, controversias parlamentarias que ponen en evidencia la grave fragilidad republicana. El propósito de amoldar la ley a la conveniencia recuerda al mito de Giges, evocado por Platón en su libro II de La República. La fábula narra la manera en que Giges, haciéndose invisible gracias a su anillo mágico, burla los procederes morales y legales de rigor y logra, así, arrebatar el poder al rey de Lidia.    

Mientras Glaucón afirma que todo aquel que pudiera pasar inadvertido burlaría la ley, su hermano Platón reflexiona al respecto y sostiene: “es peor cometer una injusticia que padecerla, pues la injusticia destruye el alma. La práctica de la justicia es, en sí misma, lo mejor para el alma en su esencia, y ésta, debe obrar con justicia tenga o no tenga el anillo de Giges…”. 

Ya Aristóteles consideraba sabia y sana la división de los poderes en la institución gubernamental. Mucho tiempo después, fueron Locke y Montesquieu quienes enfatizaron la vital necesidad, para alcanzar un acuerdo social de gobierno legítimo, de la división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) a fin de evitar las tiranías. Aun así, el monopolio del poder sigue siendo muy atractivo a los apetitos monárquicos.  

Winston Churchill señaló alguna vez que la democracia era el menos malo de los sistemas de gobierno; puede que así sea, sin embargo, en la mala praxis, puede convertirse en la piel de oveja que oculta al lobo feudal, al autócrata. Los sueños tiránicos no prescriben y son ambidiestros, como lo prueba la historia. 

La democracia es magnánima en sus propósitos, pero no está libre de la estafa. Cada pueblo que la adopta le plasma su impronta y la mimetiza con su idiosincrasia; le es fiel en sus mandatos, o los transgrede…  

El éxito del sistema democrático depende de la prevalencia del voto orientado a la calidad institucional, el inteligente; o del voto emocional y su complicidad en el fracaso. 

Ha pasado mucho tiempo desde aquella advertencia atribuida a Platón: Uno de los castigos de rehusarte a participar en política es que terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti”. Los actuales aconteceres invitan a meditar al respecto.  

 Jorge O. Veliz

Director

Escuela de Filosofía El Liceo





martes, 22 de septiembre de 2020

En el comienzo fue Tales

 

¡El mundo está en permanente transformación,

como el mar que rodea toda la Tierra

y es padre de todo lo viviente!

Tales de Mileto

 

En este viaje al pasado, será Tales quien nos abrirá el gran pórtico de la antigua Grecia. Con él iniciamos el encuentro con los grandes pensadores.

Tales nació en Mileto, ciudad griega de la costa jónica, hoy Turquía, en el año 640 a.C. y se cree que falleció en el 546 a.C. Tuvo un destacado desempeño como filósofo, miembro de la primera escuela filosófica conocida en Occidente: la Jónica. También incursionó en la política como legislador de su ciudad. Tales fue el último de los Siete Sabios de Grecia y el primero de los filósofos, quien encarna un acontecimiento cultural transformador: el ocaso de la proclamación de la sabiduría y el alba del amor a la sabiduría.

Desde muy pequeño se sintió atrapado por la magna y turquesa magia del Egeo; el mar era a su criterio, el espectáculo por antonomasia. El puerto de Mileto era entonces un centro de intercambio cultural y comercial muy importante, como también una escuela de vida para una mente amplia y permeable como la de Tales. Este ecléctico pensador se nutrió de la experiencia de viajeros, de conocimientos provenientes de tierras remotas, de la sabiduría polifacética y paremiológica de aquella época y compendió en su mente lo escuchado y aprendido.

Justamente, al unificar distintos saberes científicos en una misma explicación cosmológica, Tales inauguró la tradición filosófica de Occidente. Aplicando en conjunto sus conocimientos de lógica, astronomía y matemática, vaticinó el eclipse del año 585 a. C. y con ello puso, sin imaginarlo, fecha de nacimiento a la actitud intelectual que marcaría la identidad cultural de la filosofía. Nos referimos a la pregunta nacida del asombro ante los fenómenos, a la investigación impulsada por la curiosidad que exige develarlos y a la respuesta que sólo se acepta en términos racionales, es decir, sostenidos y justificados por el argumento explicativo.

A partir de Tales, un eclipse ya no será un efecto de la voluntad de algún dios olímpico develado por una pitonisa, ni una señal de la naturaleza interpretada por un poeta. El ocultamiento de un astro tras otro se concebirá como un fenómeno de la Naturaleza que puede y debe ser explicado por el pensamiento humano, es decir, extraído de la dimensión de lo misterioso para interpretarlo en la dimensión de lo racional.

Así, el filósofo abre con su esfuerzo intelectual las malezas dogmáticas del mito: conocer es demostrar la relación entre los fenómenos observables y sus razones inobservables. Más aún, con él comienza la aspiración filosófica a no sólo explicar cada hecho físico (tarea cumplida por la ciencia), sino integrarlo coherentemente en una cosmología, es decir, en un ordenamiento metafísico -teórico- de la estructura del Universo.

La aspiración de Tales a integrar todas las explicaciones científicas de la realidad en un único elemento natural sería heredada y desarrollada por los filósofos fisiócratas de la Grecia antigua… En su éxito o fracaso se jugaría la suerte del anhelo de descubrir, tras el velo de las percepciones, el orden del cosmos.   

 El Signo de Interrogación te invita a seguir pensando: ¿Te parece actual la concepción del filosofar que Tales inauguró?



sábado, 12 de septiembre de 2020

Filosofía y Sexosofía

Agradecemos el aporte de Silvana Savoini, psicóloga y sexóloga

Filosofía, etimológicamente, amor a la sabiduría, tan motivante como la sabiduría acerca del amor. Los filósofos, amantes de la sabiduría por definición, se han ocupado del amor, de producir y debatir saberes acerca del amor. El amor, del que se han ocupado también los teólogos, psicólogos, sociólogos, médicos y artistas, entre otros. El amor en la literatura, en la música y en el arte en todas sus expresiones. Siempre como un enigma, un interrogante, una experiencia que el ser humano jamás terminará de describir, de conocer, ni de transmitir suficientemente.

Eros, hijo de Afrodita en la mitología griega, dios de la atracción sexual y el amor, da origen a la denominación del erotismo. Según Gerard Zwang, la función erótica es el ejercicio consciente del placer sexual. Cuando decimos consciente, nos referimos a la consciencia humana respecto al placer, cosa que otras especies no desarrollan. Ese poder pensar sobre lo que estamos haciendo mientras lo hacemos, hace que sepamos, o al menos creamos saber, lo que estamos vivenciando, sintiendo, experimentando.

Somos seres sintientes y pensantes. Pero no debemos caer en la trampa de considerarnos seres racionales. Las emociones, no están subordinadas a la razón. El erotismo, en su complejidad, articula rudimentos instintivos con las pasiones, mediadas por emociones que valiéndose de la memoria dan color a nuestras vivencias, y también con la capacidad de razonamiento, la lógica, la abstracción, aquello que nos permite poner nombres a las cosas y anticiparnos al futuro.

Esa capacidad simbólica para representar en ausencia, nos la permite la porción más nueva del encéfalo en términos de evolución. Esa capacidad se desarrolla con el pensamiento estructurado como lenguaje, cualitativamente distinto a toda otra forma de comunicación animal. La metáfora, la poesía, la fantasía, la filosofía y el amor, alojados en la bitácora humana de lo simbólico.

Con las palabras y los discursos nos enredamos, complejizamos hasta el infinito cualquier cortejo, lejos ya de toda programación genética que nos predetermine. Rodeamos, nos preguntamos, imaginamos, fantaseamos, idealizamos. El deseo, motorizado por eso que fantaseamos, atravesado por aquello que recordamos, irreverente, inagotable, indomesticable.

El deseo no responde casi a ningún comando, pero está sujeto a mandatos culturales de los que no siempre somos conscientes, tiene su techo de cristal construido por nuestro sistema de creencias. Aquel mapa de amor que nos indica cómo, con quién, de qué manera, cuándo, dónde…amar, desear, proyectar, disfrutar (o no).

Y aquí aparece el término acuñado por John Money, Sexosofía. Money la conceptualizó como la ideología, creencias, actitudes y juicios de valor que cada persona tiene respecto a la sexualidad en términos generales y a la propia en particular. La Sexosofía puede habilitarnos al placer o limitar las posibilidades de disfrute cuando está minada de prejuicios, mitos, tabúes, desconocimiento y miedos.

Amar saber y saber amar (en el sentido más amplio del erotismo), van intrínsecamente juntos, en una simetría de palabras que denotan la íntima relación entre lo que pensamos, lo que sentimos y lo que somos capaces de experimentar. Las sensaciones tienen el potencial de abrirnos el portal a una infinita dimensión placentera o pueden, confrontadas con nuestras propias ideas, conducirnos al más penoso espectro de inhibiciones y angustias. Cognición, emoción y saberes mediando nuestro encuentro con la sensorialidad. Una invitación a reflexionar, tal parece que el romance entre Eros y Psique, no es sólo mitológico.