miércoles, 15 de julio de 2020

El Gran Maestro Aristóteles


Se es bueno por uno solo camino, 
se puede ser malo por mil
Aristóteles

Hijo de un médico, discípulo de Platón, maestro de Alejandro Magno, fundador del Liceo y de su Escuela Peripatética, autor de la obra filosófica escrita más amplia de la Antigüedad griega (Lógica, Retórica y Poética, Ciencia Natural, Metafísica, Ética y Política): Aristóteles, el pensador polímata de Estagira, encarna las ansias de saber pleno que dieron origen a la filosofía. 
El alejamiento de la Academia -y, por ende, de su maestro Platón- se debió a que Aristóteles, aún muy joven, asumió un enfoque radicalmente opuesto al Idealismo: no podía aceptar que la realidad física fuera una copia degradada (apariencia) de entidades metafísicas (esencias). A esto opuso una doctrina basada en la comprensión de la existencia a través del conocimiento de los fenómenos y entidades naturales, es decir, construida con los pies firmes en tierra científica y edificada sin ceder los planos a la abstracción imaginaria.   
Aristóteles encuentra en cada ente, animado o inanimado, un compuesto de forma y materia; él no recurre, como Platón lo hacía, a otros niveles del Ser para explicar los fenómenos fácticos del Universo material. En la dimensión de la física, la realidad puede ser comprendida en su constante mutación si dejamos de percibir sólo su actualidad (hechos manifiestos) y comenzamos a percibir su potencialidad (posibilidades concebibles). Toda cosa es una forma en desarrollo: cada ente es una identidad en proceso, pasando de su potencia a su acto. El ser humano es una de esas cosas: el animal pasando de su condición biológica a su existencia racional. Sólo el humano, de entre todos los seres, cuenta con la Razón como facultad (junto con la percepción sensible de los vegetales y el instinto apetitivo de los animales) de su alma: utilizándola tiende a realizar el fin de su existencia, esto es, a alcanzar el Sumo Bien de la Felicidad. 
La razón, en tanto intelecto agente con sede en el alma humana, se manifiesta como hábito: la inteligencia no sólo contempla la verdad, sino que hace efectiva, en cada acto, esa verdad que conoce; únicamente en esa doble tarea el humano hace realidad su ser racional. La vida desarrollada conforme a ese criterio se vuelve sabia, un testimonio biográfico de la virtud no sólo comprendida, sino practicada: una serie de acciones prudentes, es decir, de decisiones tomadas bajo la guía de la reflexión racional. 
¿Y cómo define Aristóteles esa disposición de prudencia, que da el criterio de Virtud (areté) a su ética? Al establecer como criterio de discernimiento práctico el del Justo Medio / Centro Virtuoso / Feliz Mediocridad: la decisión acertada ante los dilemas morales es siempre la menos tendiente a alguno de los extremos considerados posibles. Según esta doctrina, la persona que alcanza la virtud (areté) no es la que realizó esta o aquella acción sobresaliente para luego permanecer en el vicio o la ignorancia, sino la que, alcanzando el hábito (heksis), sostuvo el virtuoso criterio de la prudencia y, con éste, el constante proceder conforme al Justo Medio. Cada acción ha de buscar el punto armónico ante la situación que deba afrontar, sin recurrir a resoluciones drásticas o dictámenes polarizados. El Justo Medio concilia los extremos efectuando un cálculo (base racional de la elección) que sea capaz de encontrar el máximo balance posible (promedio) ante la pugna antagónica a resolver.
Así, Fortaleza resulta un término medio entre temor y confianza, Temperancia entre abstinencia y abuso de placeres, Liberalidad entre avaricia y generosidad… Y la mayor entre todas las virtudes, nos recuerda Aristóteles, es Justicia, firme en su hábito de ser proporcionada (o aritmética: atiende a la magnitud de los castigos) y meritoria (o geométrica: valora la dimensión de las recompensas): ella no sólo hará feliz nuestra vida personal, sino que ampliará esa felicidad al encuentro con los otros en nuestra vida en sociedad. 
Sabemos cuánto han cambiado las circunstancias y paradigmas a lo largo de la existencia humana… Así seguirán, pero, en el escenario de la secularidad histórica, permanecerá incólume la virtud de la prudencia como sacro proceder de la persona sabia.

El Signo de Interrogación te invita a seguir pensando:
¿Te consideras una persona prudente, según el criterio aristotélico?











miércoles, 1 de julio de 2020

Abstención, el veredicto de la duda


Al escéptico ocurrió con la felicidad
 lo que a aquel pintor que, teniendo poco éxito en pintar la baba de un caballo,
arrojó frustrado su esponja sobre el cuadro y ésta,
al chocar con el paño, plasmó dicha baba.
Sexto Empírico

El escepticismo registra un desarrollo históricamente amplio de su doctrina, a lo largo del cual ésta fue adquiriendo distintos grados y matices: desde la de Pirrón de Elis (S. IV a.C.) hasta la de Sexto Empírico (S. III d.C.). Desde sus orígenes, la renuncia al juicio (afasia) marcó el radicalismo de su planteo teórico, trasladando la cuestión ética -es decir: ¿en qué consiste vivir bien?- a las arenas epistémicas -es decir: ¿en qué consiste conocer bien?-.
Los escépticos asumen que la felicidad consiste en la imperturbabilidad del ánimo (ataraxia) y que filosofar consiste en pensar cómo alcanzar dicha experiencia, pero, a diferencia de las otras escuelas, no buscan alcanzar un nivel de comprensión (cósmica o práctica) sobre el cual basar ese estado anímico. Por el contrario, interpretan a la búsqueda de conocimiento como un proceso en el cual toda aspiración a la calma anímica resulta frustrada: mientras investigamos nuestra realidad en persecución de la verdad no hacemos más que extraviar nuestro bienestar. Esto es así porque cada respuesta conduce a una nueva pregunta, cada evidencia recibe el embate de una imprevista duda… Los sentidos pueden percibir inadecuadamente, los razonamientos abstractos pueden no tener correspondencia alguna con la realidad concreta, el consenso universal que erradique la polémica es imposible de alcanzar… Nuestro ánimo no encuentra, ni por sí mismo ni junto a otros, certeza sobre la cual reposar.
El escéptico es un sujeto que duda o está en desacuerdo con lo que es aceptado como verdad objetiva, pues sostiene que la emisión de todo juicio depende del sujeto que estudia y no del objeto estudiado. Un escéptico diría “mi día ha sido hermoso” y no “el día ha sido hermoso”: se trata de emitir opiniones y no juicios, es decir, de no abandonar la disposición a la epojé (suspensión del juicio).
El aquietamiento espiritual sólo puede ser alcanzado suspendiendo el asentimiento a todo juicio definitivo. Esto no quiere decir que escéptica (skeptikoi: quien no cesa de examinar) sea la persona que posterga indefinidamente toda resolución, apartándose del fluir práctico de la vida; escéptica es aquella que hace de la prudencia su regla de conducta, es decir, aquella que delinea y valora sus opiniones y acciones según el criterio de lo plausible, poniéndolo en lugar del criterio de lo certero.
El conocimiento al que aspira el escepticismo es aquel consciente de sus propias falencias, esto es, uno capaz de acotar su aspiración a lo verdadero en los límites de lo verosímil.
La verosimilitud representa un grado de conocimiento -lo plausible- y un factor de decisión práctica -lo persuasivo- muy distinto a la verdad -lo innegable-. Como grado de conocimiento, lo verosímil implica el sometimiento de toda certeza (de nivel teórico o empírico) a constante revisión: es el remedio contra cualquier grado de dogmatismo. Como factor de decisión práctica, lo verosímil exige la superación del aislamiento que cualquier convicción particular (por doctrina o experiencia) implica: es la protección contra cualquier grado de intolerancia.
El escepticismo no niega el hecho de que nuestra condición existencial nos reta constantemente a tomar decisiones; somos identidades en desarrollo que dependen de cada una de ellas y, como seres vivos, no podríamos eludirlas o aplazarlas indefinidamente. Para los escépticos, cada una de ellas debe ser afrontada desde una individualista incredulidad: la irreductible dimensión personal debe preservarse tanto al conocer como al actuar. Así, habremos renunciado a la pretensión de poder conocer la realidad objetiva y, por ello, de imponer La Verdad.     

 El Signo de Interrogación te invita a seguir pensando:
¿Te consideras una persona escéptica?
¿Crees que la única opción al escepticismo es el dogmatismo?