martes, 22 de diciembre de 2020

La vigencia de los Sofistas

 

En nuestra época, signada por el debate y las confrontaciones, la distinción entre la filosofía y la sofística sigue tan vigente en sus postulados como en sus fines, aunque éstos se presenten en un escenario moderno, definidos y enmarcados por una actualidad que, por supuesto, mucho difiere de aquella que daba vida al ágora ateniense.

El sofismo actual carece de legendarios maestros como los de aquel tiempo -Protágoras o Gorgias, entre ellos- y, desde tal orfandad intelectual, sólo resulta visible la figura del político como actor de un ejercicio sofístico matizado por los intereses facciosos que su filiación partidaria le impone.

Tal como ocurre en la actualidad, desde sus remotos orígenes, el sofismo no hubiese prosperado sin una audiencia adecuada, sin mentes permeables a los encantamientos de la elocuencia oratoria. A diario advertimos que esta correspondencia entre emisores y receptores del discurso sofista sigue vigente: somos tan espectadores como partícipes del agotamiento de la figura del gobernante en la del ideólogo, es decir, somos testigos de cómo aquellas personas que deberían aportar ideas para el progreso de toda la sociedad, en lugar de ello se desempeñan como gestores profesionales de estrategias marcadas por las conveniencias sectoriales.

Cuando nos atrevemos a pensar filosóficamente sobre nuestra situación como miembros de la dimensión democrática, espoleados por el desencanto con quienes hemos autorizado a legislar, ejecutar y juzgar las normas que definen la civilidad de nuestras acciones, la reflexión nos ayuda a des-cubrir los velos tendenciosos y engañosos que el sofismo cuelga ante el escenario de la vida pública. Así, la manipulación de la información, las astutas tretas de la argumentación partidista y, sobre todo, la ideologización del debate moral se hacen translucidas, dejando en evidencia, ante la mirada crítica, la impactante distorsión argumental propia del sofismo el cual, ajeno al interés común, acapara compromisos, capacidades y recursos para alcanzar su mezquino propósito.  

Los griegos exigían, como condición previa al debate filosófico, que los participantes adoptasen la actitud de Eunoia: una disposición de apertura y empatía hacia el prójimo, una ubicación personal ante el Otro establecida desde la conciencia de dignidad compartida entre todos los dialogantes: para que el debate no se reduzca al antagonismo, quienes participamos de éste debemos reconocernos pares en nuestra condición de participantes, incluso si dispares en nuestras metas y capacidades. ¡Cuánto de esta predisposición podríamos recuperar para nuestra época! Asumir que estamos juntos como sujetos históricos, construyendo con cada acción la historia de un país, nos permitiría abordar, desde los más diversos enfoques, un discurso que resultara genuino diálogo, es decir, avance racional sobre el territorio compartido de la tolerancia y no griterío estancado en los distantes extremos de una grieta de incomprensión. 

Únicamente si la premisa de conservar y respetar ciertos valores enmarca la semántica de los acuerdos y desacuerdos políticos, es decir, si en la polémica prevalece un intercambio de significados compartidos anclado en un sentido ético común, la dialéctica de “disenso – consenso” sustituirá a la de “triunfo – derrota” como motor del dinamismo social e institucional de nuestro país.  

¿Pensar argumentalmente se agota en la confrontación entre discrepancias, como pretenden los sofistas, o incluye, como anhela la filosofía, la confluencia en la tolerancia? En las respuestas que construyamos estaremos plasmando nuestra expectativa sobre una convivencia social basada en el acuerdo -su riesgo, el dogmatismo- o en el desacuerdo -su riesgo: el conflicto, con sus grados variables de agresión y aun de violencia-… 

Desde nuestra dimensión finita pero potencialmente trascendente, convoquemos, pues, a nuestro intelecto creativo y tamicemos sus ofertas con nuestra racionalidad para buscar, una vez más, como recomienda Aristóteles, el justo medio.





miércoles, 2 de diciembre de 2020

El Médico y su Día

 

FUNDEPP  

Escuela de Filosofía El Liceo - Instituto Dr. René Favaloro

 

Camagüey es una antigua ciudad situada en una pintoresca comarca de la isla de Cuba, cuna de notables, entre ellos la del ilustre Carlos Finlay (1833-1915), médico que descubrió la causa de la fiebre amarilla. Fue en homenaje a su natalicio que la Organización Panamericana de la Salud, en 1953 proclamara al 3 de diciembre como el Día del Médico. 

Seguramente, si no estuviéramos en pandemia y los médicos no estuviesen aún librando quizá la batalla más dura a nivel sanitario de la última centuria, es decir, si las circunstancias no pusieran en evidencia el heroísmo médico, hubiese sido una efeméride más y el simple saludo resultaría suficiente tributo en este día.  Pero creo que, en esta ocasión, ni para el más indolente, ni para el más distraído, lo manifiesten o no, pasará inadvertida esta Odisea sanitaria librada por nuestros Ulises de guardapolvo blanco.  

Honramos con gratitud la entrega heroica de la gran familia médica y sus auxiliares, que cuenta angustiada sus muertos sin duelo nacional alguno. 

Sin dejar de considerar contextos ni méritos bien ganados, siempre el fervor popular acompañó más a sus ídolos que a sus médicos, en otras palabras, los intelectuales nunca fueron ídolos. Y esto no es nuevo, forma parte de la idiosincrasia humana, veta que llama a reflexión y a una hipótesis sobre el por qué cautiva más lo que brilla que lo que alumbra.  

A propósito de ello, vemos que Ulises contó con la genialidad de Homero para inmortalizar su gesta, pero en el campo de la ciencia, ni Asclepio, el dios de la medicina que resucitaba a los muertos, ni Hipócrates, padre de la medicina, contaron con un Homero que los encumbrara en la conciencia popular.   

Cómo en estas circunstancias no recordar al célebre Dr. René Favaloro, quien con su genialidad logró que se salvaran miles de vidas, quien por su amor a la Patria optó por el reto de ser el impulsor de una ciencia de vanguardia en sus pagos en lugar de los honores y beneficios asegurados en otras latitudes. Fue un libre pensador, un demócrata a quien la política tempranamente le mostró sus dientes al confrontarlo con doctrinas ajenas a su pensar y sentir. No importó lo suficiente su trayectoria profesional, aquella que marcó un hito médico mundial en el tratamiento quirúrgico de la patología coronaria, ni tampoco su visión sobre la excelencia que proponía y por la cual luchaba. Cuando el arte de la política no tiene nada que ver con el bien común, el arte de curar se queda sin un aliado trascendente en su humana labor. La enorme pesadumbre ocasionada por los desencuentros, el desencanto político y las dificultades financieras, minaron sus energías, sus ilusiones y hasta su deseo de vivir. 

El 29 de julio de 2000, “cansado de ser un mendigo en su propio país” el Dr. Favaloro toma la drástica decisión de poner su corazón al alcance de un disparo. ¡Qué paradoja! 

En una de sus notas dirigida a las “autoridades competentes”, entre los por qué de su decisión manifestaba que “la sociedad argentina necesitaba de su muerte para tomar conciencia de los problemas en los que estaba envuelta...”. 

¡Qué tremendo! ¡Qué conmoción! ¡Qué pérdida! ¡Qué enorme pena! 

¿Pero, tomamos conciencia de cuáles son los problemas a los que aludía aquel hombre probo?  ¿Qué es lo que nos impide erguirnos como una nación próspera? ¿Valió de algo semejante sacrificio? 

Cada cual tendrá su respuesta. Pero me pregunto si realmente fue este ilustre médico quien apretó el gatillo o fue como en el caso de la muerte de Asclepio(*), obra de un poder superior no conforme con su accionar y su prédica. 

Para concluir, la memoria de la medicina y de los médicos merece un mensaje a la altura de las bondades de esta sacrificada profesión y éste dice que, a pesar de lo mal paga que resulta, la medicina se eleva como la flor de loto desde las turbias aguas como “la más bella de las artes y la más noble de las profesiones”.  

 

(*) Zeus, temeroso de que el inframundo se quedara sin los muertos que resucitaba Asclepio y esto alterara el orden y le ocasionara un conflicto con su hermano Hades, mató con uno de sus rayos al notable Asclepio. 

 

Dr. Jorge Oscar Veliz