En nuestra época, signada por el debate
y las confrontaciones, la distinción entre la filosofía y la sofística sigue
tan vigente en sus postulados como en sus fines, aunque éstos se presenten en
un escenario moderno, definidos y enmarcados por una actualidad que, por
supuesto, mucho difiere de aquella que daba vida al ágora ateniense.
El sofismo actual carece de legendarios
maestros como los de aquel tiempo -Protágoras o Gorgias, entre ellos- y, desde
tal orfandad intelectual, sólo resulta visible la figura del político como
actor de un ejercicio sofístico matizado por los intereses facciosos que su
filiación partidaria le impone.
Tal como ocurre en la actualidad, desde
sus remotos orígenes, el sofismo no hubiese prosperado sin una audiencia
adecuada, sin mentes permeables a los encantamientos de la elocuencia oratoria.
A diario advertimos que esta correspondencia entre emisores y receptores del
discurso sofista sigue vigente: somos tan espectadores como partícipes del
agotamiento de la figura del gobernante en la del ideólogo, es decir, somos
testigos de cómo aquellas personas que deberían aportar ideas para el progreso
de toda la sociedad, en lugar de ello se desempeñan como gestores profesionales
de estrategias marcadas por las conveniencias sectoriales.
Cuando nos atrevemos a pensar
filosóficamente sobre nuestra situación como miembros de la dimensión democrática,
espoleados por el desencanto con quienes hemos autorizado a legislar, ejecutar
y juzgar las normas que definen la civilidad de nuestras acciones, la reflexión
nos ayuda a des-cubrir los velos tendenciosos y engañosos que el sofismo cuelga
ante el escenario de la vida pública. Así, la manipulación de la información,
las astutas tretas de la argumentación partidista y, sobre todo, la
ideologización del debate moral se hacen translucidas, dejando en evidencia, ante
la mirada crítica, la impactante distorsión argumental propia del sofismo el
cual, ajeno al interés común, acapara compromisos, capacidades y recursos para
alcanzar su mezquino propósito.
Los griegos exigían, como condición previa al debate filosófico, que los participantes adoptasen la actitud de Eunoia: una disposición de apertura y empatía hacia el prójimo, una ubicación personal ante el Otro establecida desde la conciencia de dignidad compartida entre todos los dialogantes: para que el debate no se reduzca al antagonismo, quienes participamos de éste debemos reconocernos pares en nuestra condición de participantes, incluso si dispares en nuestras metas y capacidades. ¡Cuánto de esta predisposición podríamos recuperar para nuestra época! Asumir que estamos juntos como sujetos históricos, construyendo con cada acción la historia de un país, nos permitiría abordar, desde los más diversos enfoques, un discurso que resultara genuino diálogo, es decir, avance racional sobre el territorio compartido de la tolerancia y no griterío estancado en los distantes extremos de una grieta de incomprensión.
Únicamente si la premisa de conservar y respetar ciertos valores enmarca la semántica de los acuerdos y desacuerdos políticos, es decir, si en la polémica prevalece un intercambio de significados compartidos anclado en un sentido ético común, la dialéctica de “disenso – consenso” sustituirá a la de “triunfo – derrota” como motor del dinamismo social e institucional de nuestro país.
¿Pensar argumentalmente se agota en la confrontación entre discrepancias, como pretenden los sofistas, o incluye, como anhela la filosofía, la confluencia en la tolerancia? En las respuestas que construyamos estaremos plasmando nuestra expectativa sobre una convivencia social basada en el acuerdo -su riesgo, el dogmatismo- o en el desacuerdo -su riesgo: el conflicto, con sus grados variables de agresión y aun de violencia-…
Desde nuestra dimensión finita pero potencialmente trascendente, convoquemos, pues, a nuestro intelecto creativo y tamicemos sus ofertas con nuestra racionalidad para buscar, una vez más, como recomienda Aristóteles, el justo medio.