“No olvides, simple actor, que vivir es
representar una pieza:
no
te corresponde juzgar qué papel te toca;
interprétalo
lo mejor posible
pues es tu deber representar bien, no elegir
tu papel”.
Epicteto
En terrenos próximos al Pórtico de Atenas (la Puerta o Stoa: estoicismo
proviene etimológicamente de este término), Zenón de Cizio fundó, hacia finales
del S. IV a. C., la escuela estoica. La misma se ubicaba casi a la salida de la
ciudad, para indicar su carácter alejado, distante respecto de las convenciones
masivas y de los criterios culturales
vigentes.
Esta doctrina
compartía con la hedonista un enfoque empirista del conocimiento: hallaba en la
experiencia (y no en alguna entidad trascendente u orden metafísico) la fuente
y condición de validez de cualquier saber. La metáfora a la que solían recurrir
los estoicos era corporal: “nuestra capacidad de representación es la
mano abierta (ponemos en ella lo que recibimos del mundo), nuestro asentimiento
es el plano de los dedos juntos y tensos (nos disponemos a conocer y aceptar lo
conocido), nuestra comprensión es el puño cerrado (depende de nuestro
esfuerzo cómo interpretar lo que hemos conocido y aceptado) y, finalmente, la ciencia
es el puño de una mano comprimido dentro de la otra (resulta del complemento de
la voluntad subjetiva y la imposición objetiva)”.
Los estoicos son panteístas, pues creen
que la divinidad está difundida en la materialidad de los fenómenos y las cosas
(animadas o inanimadas), impregnando cada situación con su ser; son, también,
fatalistas, pues creen que esa omnipresencia divina se plasma en la realidad
como un sentido ineludible e inexorable. A la concatenación de acontecimientos
que aceptamos como destino podemos conocerla
-en mayor o menor medida, según nuestra aptitud lógica- pero no
alterarla: podemos actuar en adhesión voluntaria a este designio cósmico que
nos señala el camino a la felicidad, pero no podemos modificarlo.
Justamente, para Crisipo
(sistematizador de esta escuela), ser feliz consiste en vivir en estado de apatía
(carencia de padecimiento), es decir, sin acceder a involuntarias alteraciones
emocionales ni sufrir fluctuaciones anímicas provocadas por los eventos
positivos o negativos a los que nuestro destino nos enfrente. ¿Significa esto
que sabio es quien logre volverse indiferente ante el mundo o egoísta frente a
sus prójimos? Todo lo
contrario: estoica es aquella persona que, consciente del escenario de sus
posibilidades, elige la buena acción aun pagando el precio de su perjuicio
propio. Según los estoicos, actuar de manera sabia es hacer “lo que hay que
hacer” (deber) sin importar las consecuencias que esa acción traiga, en
desdicha o placer, sobre el ego. La satisfacción de realizar la acción correcta
reviste un valor superior a cualquier logro material, situación conveniente o
fama con que el mundo pudiera premiarnos.
Así, confiados en la capacidad racional
del ser humano, los estoicos construyen su mirador ético a las dinámicas de la
vida, desde donde la aspiración a la virtud consiste en saber interpretar
dichas dinámicas para encontrar un puesto virtuoso en ellas.
La actitud estoica se basa en entender
racionalmente (intelección) el marco circunstancial de nuestra
existencia: de cómo sea nuestro mundo depende el límite de lo que nosotros
podamos o debamos hacer en él. Dado que nunca elegimos en autonomía
plena sino en heteronomía parcial, cuanto más entendamos qué condiciones
nos influyen y determinan, más podremos entender qué efectos de nuestra acción
dependen de nuestro empeño y desempeño…
y cuáles quedan fuera de nuestra potencia práctica. De este modo, iremos
construyendo nuestro camino interno (carácter) a la felicidad, es decir,
a la dignidad de no haber adaptado nuestra identidad al mundo, sino al destino
que hemos sido capaces de comprender y aceptar como Nuestro.
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