martes, 2 de junio de 2020

Superficies de placer



Sé servidor de la filosofía sólo para alcanzar tu libertad”.
Epicuro

Hacia el año 306 Epicuro funda su escuela en Atenas. Dada la amplitud y versatilidad práctica de su doctrina, ésta pronto se difundió por toda Grecia y se mantuvo viva por más de seis siglos, extendiendo su influencia a Medio Oriente y al Imperio Romano más tarde.
La posición histórica de Epicuro influye fuertemente sobre la teoría que elabora: él piensa luego de que grandes sistemas filosóficos ya se habían erigido. Para Sócrates el problema principal del filosofar había sido la ética; Platón y Aristóteles se esforzaron (desde enfoques distintos) por resolverlo basando dicha ética en una visión metafísica del cosmos, es decir, basando la conducta virtuosa del humano en algún factor trascendente a su situación existencial. Epicuro -y, al igual que él, distintas escuelas del período histórico conocido como Edad Helenística- introduce una variación en la aspiración filosófica: la prioridad del pensamiento racional no es saber en qué consiste la sabiduría, sino saber en qué consiste ser sabio. Dicho de otro modo: el acceso a la Verdad ya no es un fin en sí mismo sino un medio: podemos ignorar muchas cosas sobre el orden y la estructura del Universo, sólo necesitamos abocarnos al conocimiento de aquellas que consideremos factores influyentes sobre el humano estado de felicidad.
Ahora bien: ¿cómo podemos aspirar a ese estado y, sobre todo, qué importancia tiene la filosofía en ese proceso?
Dice Epicuro que la felicidad es un nivel de ánimo gozoso que alcanzamos cuando nuestra alma se vuelve consciente de que su propio bienestar depende sólo de sí misma. Ser feliz consiste en disfrutar la conquista de la autonomía espiritual y la filosofía es el sable que hace posible esa conquista. Como ya vimos, para los griegos el filosofar consiste prioritariamente en disipar opiniones erróneas. En esa línea avanza Epicuro definiendo a la filosofía como el “cuádruple remedio” que nos cura de las creencias falsas que atentan contra nuestra felicidad: el temor a los dioses, el miedo a la muerte, el ansia de los placeres y el pesar de los dolores.
Entender a la naturaleza como un conjunto de fuerzas y elementos físicos, sin intervención metafísica alguna, nos libera de la creencia en influjos de voluntades divinas: somos libres. Entender a la muerte como la disolución de nuestra sensibilidad corpórea nos libera del temor a la tumba: no sufriremos lo que no podemos experimentar. Entender, finalmente, el alcance de los placeres como medios para alcanzar la ausencia de dolor (aponía) nos libera de las pasiones nocivas y de las actividades insalubres: aceptaremos padecer únicamente aquel dolor que debamos asumir como condición para lograr un placer mayor a dicho dolor.
Encontramos, así, en la doctrina del hedonismo (hedoné: placer) la propuesta de una inteligente mesura: volvernos lo suficientemente racionales como para administrar -y no padecer- las causas y efectos de nuestros placeres y nuestros displaceres, aprendiendo a calcular las consecuencias sobre nuestras vidas de esos sentires antagónicos, para así poder sopesarlos sobre la balanza de nuestra prudencia. Si en la consecución del placer aguarda la meta final de nuestra vida anímica, no es cualquier placer al que apuntamos: sabremos que hemos alcanzado nuestra felicidad cuando experimentemos el placer proveniente de la ausencia de turbación (ataraxia) de nuestra alma ante el incesante disturbio del mundo. 






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