“Sé servidor de la filosofía sólo para
alcanzar tu libertad”.
Epicuro
Hacia el año 306 Epicuro funda su
escuela en Atenas. Dada la amplitud y versatilidad práctica de su doctrina,
ésta pronto se difundió por toda Grecia y se mantuvo viva por más de seis
siglos, extendiendo su influencia a Medio Oriente y al Imperio Romano más
tarde.
La posición histórica de Epicuro influye
fuertemente sobre la teoría que elabora: él piensa luego de que grandes
sistemas filosóficos ya se habían erigido. Para Sócrates el problema principal
del filosofar había sido la ética; Platón y Aristóteles se esforzaron (desde
enfoques distintos) por resolverlo basando dicha ética en una visión metafísica
del cosmos, es decir, basando la conducta virtuosa del humano en algún factor
trascendente a su situación existencial. Epicuro -y, al igual que él, distintas
escuelas del período histórico conocido como Edad Helenística- introduce una
variación en la aspiración filosófica: la prioridad del pensamiento racional no
es saber en qué consiste la sabiduría, sino saber en qué consiste ser sabio.
Dicho de otro modo: el acceso a la Verdad ya no es un fin en sí mismo sino un
medio: podemos ignorar muchas cosas sobre el orden y la estructura del Universo,
sólo necesitamos abocarnos al conocimiento de aquellas que consideremos
factores influyentes sobre el humano estado de felicidad.
Ahora bien: ¿cómo podemos aspirar a ese
estado y, sobre todo, qué importancia tiene la filosofía en ese proceso?
Dice Epicuro que la felicidad es un
nivel de ánimo gozoso que alcanzamos cuando nuestra alma se vuelve consciente
de que su propio bienestar depende sólo de sí misma. Ser feliz consiste en
disfrutar la conquista de la autonomía espiritual y la filosofía es el sable
que hace posible esa conquista. Como ya vimos, para los griegos el filosofar
consiste prioritariamente en disipar opiniones erróneas. En esa línea avanza
Epicuro definiendo a la filosofía como el “cuádruple
remedio” que nos cura de las creencias falsas que atentan contra nuestra
felicidad: el temor a los dioses, el miedo a la muerte, el ansia de los
placeres y el pesar de los dolores.
Entender a la naturaleza como un
conjunto de fuerzas y elementos físicos, sin intervención metafísica alguna,
nos libera de la creencia en influjos de voluntades divinas: somos libres.
Entender a la muerte como la disolución de nuestra sensibilidad corpórea nos
libera del temor a la tumba: no sufriremos lo que no podemos experimentar.
Entender, finalmente, el alcance de los placeres como medios para alcanzar la
ausencia de dolor (aponía) nos libera
de las pasiones nocivas y de las actividades insalubres: aceptaremos padecer
únicamente aquel dolor que debamos asumir como condición para lograr un placer
mayor a dicho dolor.
Encontramos, así, en la doctrina del
hedonismo (hedoné: placer) la
propuesta de una inteligente mesura: volvernos lo suficientemente racionales
como para administrar -y no padecer- las causas y efectos de nuestros placeres
y nuestros displaceres, aprendiendo a calcular las consecuencias sobre nuestras
vidas de esos sentires antagónicos, para así poder sopesarlos sobre la balanza
de nuestra prudencia. Si en la consecución del placer aguarda la meta final de
nuestra vida anímica, no es cualquier placer al que apuntamos: sabremos que
hemos alcanzado nuestra felicidad cuando experimentemos el placer proveniente
de la ausencia de turbación (ataraxia)
de nuestra alma ante el incesante disturbio del mundo.
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