Alejandro
Magno preguntó a Diógenes,
que
estaba cuasi desnudo a la puerta del tonel en que vivía en medio de una plaza:
¿Qué
puede hacer este magnánimo servidor por ti?
Diógenes
respondió: Apartarte, me estás tapando la luz del sol.
Los hedonistas y los estoicos nos
proporcionaban una base firme y contundente sobre la cual erigir nuestro
mirador personal del paisaje de la vida: desde la estabilidad de su punto de
vista ético, nuestra subjetividad podía percibir e interpretar las mutaciones
del mundo para valorar y elegir nuestras acciones en él.
Antístenes de Atenas y luego Diógenes de
Sinope vendrían a sacudir (entre la segunda mitad del S. IV y principios del S.
III a.C.) la estructura que aquellas dos doctrinas habían elaborado. La postura
ética que contrapusieron a ellas se denominó Cinismo (proveniencia etimológica de kyon: perro) o “vida cual perro”; su postulado práctico básico
podría resumirse diciendo: la simplicidad extrema del desarrollo de la vida
animal debe ser imitada por el ser humano para que su existencia resulte feliz.
¿Qué rasgo de la vida animal puede ser considerado virtuoso, es decir, capaz de
encaminarnos a la felicidad? Su prescindencia de todo factor que no sea el
estrictamente necesario para asegurar la subsistencia del cuerpo y la
espontaneidad del carácter. La vida del perro nos enseña frugalidad, austeridad
y, sobre todo, indiferencia ante mandatos que no sean los de la naturaleza: el
perro no persigue el honor, no guarda modales, no se angustia ante la incertidumbre,
no acata órdenes, no fija planes ni alimenta aspiraciones… Todo esto, por
supuesto, si no ha sido domesticado, es decir, si el peso de las convenciones
no le ha sido impuesto o el collar de la autoridad no le ha sido puesto.
Justamente, en ese doble proceso consiste, para los cínicos, la vida en
sociedad.
Ellos desprecian la normatividad moral
por ser la causa de complejizar la mente que, si se mantuviera en estado
natural, no tendría que afrontar dilemas entre valores al momento de actuar. Ellos
rechazan las reglas de convivencia (costumbres o leyes) no por rebeldía
política, sino porque asfixian la plenitud de acciones a las que el humano
tiene legítimo acceso por su sola condición de ser parte de la naturaleza.
Ser cínico consistía en una actitud que
se transmitía con el ejemplo práctico y resultaba enseñada mediante actos sin
fijar doctrina, cobrando realidad como un estilo de vida que cada practicante
testimoniaba ante el resto de la sociedad y que nuestra mente moderna podría
evocar en la figura del linyera, el ciruja o el sin techo… Estas condiciones,
para estos filósofos, eran pautas de vida elegida y no padecida. Con ellos
surge la concepción de “excentricismo”, es decir, de ubicación individual corrida
del centro de lo normal y lo aceptado socialmente; nuestra época conserva sólo
algunos rasgos superficiales de la actitud extrema de aquellos originales “perros
vagabundos”: ironía, sarcasmo, burla. Esos eran los recursos discursivos con
los que los cínicos ladraban -para ahuyentar y también para morder- a los
modales y a las apariencias, a los prejuicios y a las hipocresías.
Hoy entendemos por cínica a la actitud de actuar “como
si” un problema no existiera, de fingir indiferencia ante un conflicto
evidente; por el contrario, los cínicos de la Antigüedad griega denunciaban la
impostura en cada una de las presuntas soluciones civilizadas a las vicisitudes
de la vida cotidiana y alertaban sobre su engaño viviendo “como si” éstas no existieran, con la valentía de dejarse a sí
mismos ante la vista de los demás como una cruda muestra de la plenitud de la
vida desenmascarada de los atavíos culturales.
El
Signo de Interrogación te invita a seguir pensando:
¿Con cuál de las dos interpretaciones
del cinismo te sientes más en común, la antigua o la actual?
¿A cuál de ellas recurres con más
frecuencia a la hora de confrontar tu Yo auténtico con las convenciones de tu
sociedad?
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