miércoles, 17 de junio de 2020

Vida de perro


Alejandro Magno preguntó a Diógenes,
que estaba cuasi desnudo a la puerta del tonel en que vivía en medio de una plaza:
¿Qué puede hacer este magnánimo servidor por ti?
Diógenes respondió: Apartarte, me estás tapando la luz del sol.

Los hedonistas y los estoicos nos proporcionaban una base firme y contundente sobre la cual erigir nuestro mirador personal del paisaje de la vida: desde la estabilidad de su punto de vista ético, nuestra subjetividad podía percibir e interpretar las mutaciones del mundo para valorar y elegir nuestras acciones en él.
Antístenes de Atenas y luego Diógenes de Sinope vendrían a sacudir (entre la segunda mitad del S. IV y principios del S. III a.C.) la estructura que aquellas dos doctrinas habían elaborado. La postura ética que contrapusieron a ellas se denominó Cinismo (proveniencia etimológica de kyon: perro) o “vida cual perro”; su postulado práctico básico podría resumirse diciendo: la simplicidad extrema del desarrollo de la vida animal debe ser imitada por el ser humano para que su existencia resulte feliz. ¿Qué rasgo de la vida animal puede ser considerado virtuoso, es decir, capaz de encaminarnos a la felicidad? Su prescindencia de todo factor que no sea el estrictamente necesario para asegurar la subsistencia del cuerpo y la espontaneidad del carácter. La vida del perro nos enseña frugalidad, austeridad y, sobre todo, indiferencia ante mandatos que no sean los de la naturaleza: el perro no persigue el honor, no guarda modales, no se angustia ante la incertidumbre, no acata órdenes, no fija planes ni alimenta aspiraciones… Todo esto, por supuesto, si no ha sido domesticado, es decir, si el peso de las convenciones no le ha sido impuesto o el collar de la autoridad no le ha sido puesto. Justamente, en ese doble proceso consiste, para los cínicos, la vida en sociedad.  
Ellos desprecian la normatividad moral por ser la causa de complejizar la mente que, si se mantuviera en estado natural, no tendría que afrontar dilemas entre valores al momento de actuar. Ellos rechazan las reglas de convivencia (costumbres o leyes) no por rebeldía política, sino porque asfixian la plenitud de acciones a las que el humano tiene legítimo acceso por su sola condición de ser parte de la naturaleza.
Ser cínico consistía en una actitud que se transmitía con el ejemplo práctico y resultaba enseñada mediante actos sin fijar doctrina, cobrando realidad como un estilo de vida que cada practicante testimoniaba ante el resto de la sociedad y que nuestra mente moderna podría evocar en la figura del linyera, el ciruja o el sin techo… Estas condiciones, para estos filósofos, eran pautas de vida elegida y no padecida. Con ellos surge la concepción de “excentricismo”, es decir, de ubicación individual corrida del centro de lo normal y lo aceptado socialmente; nuestra época conserva sólo algunos rasgos superficiales de la actitud extrema de aquellos originales “perros vagabundos”: ironía, sarcasmo, burla. Esos eran los recursos discursivos con los que los cínicos ladraban -para ahuyentar y también para morder- a los modales y a las apariencias, a los prejuicios y a las hipocresías.
Hoy entendemos por cínica a la actitud de actuar “como si” un problema no existiera, de fingir indiferencia ante un conflicto evidente; por el contrario, los cínicos de la Antigüedad griega denunciaban la impostura en cada una de las presuntas soluciones civilizadas a las vicisitudes de la vida cotidiana y alertaban sobre su engaño viviendo “como si” éstas no existieran, con la valentía de dejarse a sí mismos ante la vista de los demás como una cruda muestra de la plenitud de la vida desenmascarada de los atavíos culturales.   

El Signo de Interrogación te invita a seguir pensando:
¿Con cuál de las dos interpretaciones del cinismo te sientes más en común, la antigua o la actual?
¿A cuál de ellas recurres con más frecuencia a la hora de confrontar tu Yo auténtico con las convenciones de tu sociedad?




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